lunes, 30 de julio de 2012

Sudor

El sudor que resbala por mis brazos me confirma que quizás me esté pasando. Ciertamente, encontrarme en esta situación tan extenuante acaba pasando factura al cuerpo. Pero, aunque mi físico me pida un respiro no puedo parar. Ahora no, aún no, sé que aún puedo soportar mucho más.

Mi cara se acerca al suelo en una postura que no es natural... y por ello, es efectiva. Noto que todos mis músculos se contraen y se relajan rítmicamente, siguiendo una lógica interna que al principio fue definida por mí pero que luego se escapó de mi control. Realmente siento que es mejor así, abandonarse, no pensar. Es más, creo que estoy pensando demasiado. Debería dejarme llevar, como los otros.

Aún estando en una situación tan vulnerable, completamente entregados a nuestro quehacer, no podemos ponerle fin, al menos por ahora, aunque el cuerpo es sabio y determinará cuando parar. El papel de la marabunta que nos rodea también es ése, el de determinar cuándo y cómo utilizar los resquicios que nos dejan libres, ya sea de manera consciente o por descuido.

Descuidos... déjate llevar, sigue los designios de tu cuerpo y del ritmo ajeno, pero reserva una pequeña parcela de tu mente alerta. Mirando también se aprende, y más aún teniendo en cuenta nuestro amplio número. Las caras se contraen por el esfuerzo, aunque sus expresiones dejan entrever un placer complejo y casi indefinible. Todos hemos venido a lo mismo y nuestras reacciones son similares. No me atrevería a decir que seamos un banco de peces, pero hemos aprendido a coordinarnos. Nadie nos ha enseñado ni hemos practicado, y a pesar de eso mantenemos un equilibrio delicado pero efectivo.

No todo es visual, evidentemente. El oído se agudiza como respuesta a la situación, la esfuerzo, al calor... y a lo divertido que resulta aunque cueste mucho, como delata nuestra transpiración. Y se escuchan golpes secos, cuerpos que se dejan caer, violentas carcajadas y gemidos ahogados. A veces, es solo la suma de respiraciones aceleradas, jadeos ajenos que se funden con los que mi cuerpo emite independientemente de mi voluntad. Y de fondo, siempre de fondo y cada vez más fuerte, el timbal sordo de mi corazón retumbando en mi cabeza. Casi puedo sentir los latidos de los otros, aunque no los escuche. Parece que surge un nuevo sentido, mezcla del tacto y del oído, de carácter primario y animal, que permite percibir los sonidos internos, viscerales, de la muchedumbre que se agolpa. Hemos perdido lo que los psicólogos llaman la "zona íntima" del espacio que envuelve a nuestro cuerpo precisamente por estar todos tan juntos. Eso, lejos de incomodarnos, nos estimula aún más, como si compusiéramos entre todos un único cuerpo homogéneo que late, vibra y suda al mismo ritmo. Los peces nadan cada vez más cerca y se funden en un ser que no es un único animal mayor, sino algo más complejo e inquietante.

¿Qué fue de la ropa? Mucha quedó en el camino. La que permaneció en su sitio se ha pegado a mi piel, formando pliegues, valles y colinas que se suman a las que ya poseo en mi cuerpo de manera natural. La ropa empapada, si fuese capaz de razonar (aunque quizás razone más que yo en esta situación), admiraría su recién adquirido estado semisólido, su "mercurización", y disfrutaría ocupando intersticios y lugares que no son habituales. Esta segunda piel de mercurio adquiere vida propia y va dejando zonas desprotegidas al azar, contribuyendo a la sensación de vulnerabilidad que ya cité antes. Sé que puede que enseñe demasiada piel, pero como la barrera entre piel real y piel textil se ha volatilizado, eso ya no me importa. Nadie va a decir nada: está bien, muéstrame tu envoltura, estírate, ténsate, gime... pero no te preocupes de la ropa.

Dolor, esfuerzo, placer, extenuación, sudor, corazón desbocado, sentidos agudizados... todo llega a un extremo intolerable al cabo de cierto tiempo (¿qué hora es? En el fondo no importa, ahora solo manda mi reloj interno, mis entrañas magulladas) y me desplomo. De repente, me siento muy sucio, la vulnerabilidad ya no es agradable, sino algo que atenta contra mi yo racional. No quiero que me miren, aunque deseo quitarme la poca ropa que me queda encima y gritar "ya está, no puedo más, debo retomar el control de mi cuerpo, de mi vida". Afortunadamente, el resto de cuerpos siguen concentrados en su frenética actividad. Necesito agua fría, sumergirme en ella para volver a recuperar la estabilidad, volver a sentirme limpio y cuerdo.

Entonces salgo de la sala de fitness y me voy a los vestuarios del gimnasio para darme una ducha.

3 comentarios:

JoseGor dijo...

Esa válvula de escape en que se convierte el ejercicio físico.

Sentir que sí hay algo que puedes superar, un esfuerzo que obtiene su recompensa. Es una ilusión de justicia vital en un mundo que mira nuestros sacrificios con una mirada entre indiferente y despectiva.

Hasta que todo esté en su sitio no nos quedará otro remedio que sudar, resistir y tensar los músculos hasta que escuchemos el crack del desgarro.

Gary Rivera dijo...

Una entrada cuasi erotica jajajaja pues si, el sudor lo asocio con el esfuerzo y ese dolorcito agradable que uno siente al ejercitar! La sala de fitness, es la sala de baile??

Ocnebius dijo...

@Gary Rivera: Pretendía ser "erótica". Quería que pareciese un cuento subido de tono, para después darle un final inesperado. Quería engañaros ;) Sala de fitness es como llaman a la sala donde están las pesas en mi gimnasio!

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